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Difusión

Leé un fragmento de «Citas de lectura», de Sylvia Molloy

Por Escaramuza / Viernes 20 de agosto de 2021
Leé un fragmento de «Citas de lectura», de Sylvia Molloy
Foto: Lucio Ramírez

Sylvia Molloy estudiaba química antes que literatura, elegía los cuentos de Katherine Mansfield frente a los clásicos de la literatura medieval y nunca dejó de sorprenderse con los textos de Clarice Lispector. Compartimos un fragmento de Citas de lectura (Ampersand, 2017), una edición con 29 textos autobiográficos sobre el encuentro de la escritora y crítica con otros libros. 

Sylvia Molloy (Buenos Aires, 1938) es novelista y
crítica. Es autora de las novelas En
breve cárcel
y El común olvido,  y de los libros de relatos Varia imaginación, Desarticulaciones y Vivir
entre lenguas
. Entre sus libros de crítica se cuentan Las letras de Borges, Acto de
presencia
y Poses de fin de siglo.
Reside en los Estados Unidos desde hace muchos años y ha sido catedrática de
literatura latinoamericana y comparada en las universidades de Princeton, Yale
y en la New York University, donde ocupó la cátedra Albert Schweitzer de
Humanidades y fundó la Maestría de Escritura Creativa en Español.

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RECONOCIMIENTO

En el colegio inglés donde pasé buena parte de mi
infancia y adolescencia era habitual dar un premio a la alumna que sacara las
mejores notas en el examen que marcaba el final de los estudios secundarios. Este
Overseas School Certificate era
otorgado por la Universidad de Cambridge, adonde se enviaban los exámenes para que
los corrigieran. Luego la universidad, a través del British Council de Buenos
Aires, otorgaba un premio al mejor examen: un libro que podía elegir la
estudiante premiada. Fue mi caso. No tuve necesidad de pensarlo dos veces: pedí
los cuentos completos de Katherine Mansfield. Mi compañera de banco, sospecho
que con una buena dosis de celos, frunció el ceño y me dijo que no le parecía
una elección muy seria, que si le hubiera tocado a ella habría elegido los Canterbury Tales de Chaucer. Igual
desconcierto parece haber despertado mi elección en la profesora que
administraba los exámenes, “no sé que van a pensar en el British Council”
musitó, aunque al ver que yo no cedía respetó mi elección. Todavía tengo el
libro cuyos cuentos leí muchas veces, sobre todo uno del que recuerdo un
momento de éxtasis amoroso que de pronto frustra un reconocimiento insólito.

Así, por lo menos creía recordar “Bliss”. Lo releí
hace poco, lo encontré demasiado explícito, hasta ripioso. Lo recordaba sutil, con
un desenlace –el descubrimiento de que el marido tiene una relación con la
mujer de quien ella misma, sin saberlo del todo, está enamorada– parecido a
esos finales de Clarice Lispector donde la pérdida de la ilusión hace que el personaje
vuelva a su enajenación habitual. “La imitación de la rosa”, pongamos por caso.
Y pienso también, con cierta trepidación: ¿llegará el momento en que relea los
cuentos de Clarice y ya no me impresionen?

 

DEGUSTACIÓN DE LA LETRA

Desde chica, y aun cuando fuera, como solían decir,
mañera para comer, me gustaba leer libros de cocina. Me divertía imaginar las
mezclas, los cambios de color y de textura, las transformaciones a través del
calor y del frío; acaso fue en parte por eso que años más tarde ingresé en la
carrera de química. Sobre todo me divertían esas variaciones cuando se trataba
de ingredientes de cuya existencia solo sabía por los libros porque se comían
rara vez en mi casa: hinojo, pongamos por caso, o salsifí, o nabo. Degustaba
estas cosas en la letra impresa, no en mi plato de comida, donde un nabo no habría
sido legumbre prometedora sino, simplemente, un nabo.

Desprovistos de toda realidad, los ingredientes
aparecían en los libros de cocina nimbados por un aura atractiva y algo louche. Recuerdo que el primer libro que
hojeé, de chica, fue un recetario del frigorífico La Negra de Buenos Aires,
libro de tapas oscuras que ostentaba una mujer negra de perfil en la portada,
caricatural hasta lo ofensivo, con un pañuelo rojo con pintas blancas que le
sujetaba el pelo enmotado, labios gruesos y rojos y los dientes relumbrantes.

Mi lectura era, mirándolo bien, un acto levemente
transgresivo: mi padre era gerente de otro frigorífico, rival de La Negra, que
se llamaba, sin mucha imaginación, La Blanca. Pero La Blanca no publicaba
recetario y La Negra sí. El libro reunía algunas recetas con nombres franceses
que yo ya había oído en mi casa, producto sin duda de la cocina de mi abuela
materna, así esas carnes “à la Villeroy
o “à la Crapaudine”. Pero también
ofrecía recetas algo macabras, como esos pajaritos que debían estar “bien
limpios” antes de pasar a reforzar un plato de polenta; o esos caracoles que
durante tres días había que mantener “vivos en un cajoncito con afrecho,
completamente cubiertos y el cajón tapado con alambre para que no se escapen” para
luego echarlos “vivos en una cazuela” y “se ponen a cocer”. Los diminutivos pajarito y cajoncito, última morada, este último, de los gasterópodos antes de
ser ingeridos, me parecían particularmente patéticos.

Mi gusto por los libros de cocina, mis lecturas de
recetas, a menudo mientras almuerzo algún sándwich anodino, recetas que nunca
pondré en práctica, continúan hasta hoy. De vez en cuando doy un paseo por las
ajadas páginas de un muy frecuentado Escoffier –aunque no creo haber intentado
ninguna de las complicadas recetas de este “rey de cocineros y cocinero de
reyes”– y me divierto con alguna observación imperiosa. Así, al final de la
receta de cómo hervir chauchas, la nota al pie, misteriosa y tajante: “Evitar a
todo precio añadir perejil a las chauchas con manteca”. Recuerdo que una vez le
pregunté a una amiga francesa el porqué de esta misteriosa interdicción. Me
contestó que no sabía pero (acaso por orgullo nacional) enseguida agregó que,
pensándolo bien, le parecía “tout à fait
juste
”.

 

VOCACIÓN

Hacia el final de mis estudios secundarios llegó el
momento de decidir qué carrera iba a seguir. Estaba convencida de que quería
estudiar medicina: la fantasía se había vuelto vocación después de un
experimento en clase de zoología en la que me había tocado disecar una ranita
muy linda, muy verde. (El hecho de que después de dicha operación no supe qué
hacer con la ranita cuyo corazón seguía latiendo y terminé pinchándoselo con el
bisturí para que se muriera de una vez no pareció impresionarme adversamente:
iba a ser cirujana.) Pero también me tentaba la arquitectura o alguna carrera
de diseño. Las opciones no podían ser más distintas y a mi madre ninguna le pareció
buena. Desechó las dos últimas con gesto desdeñoso, te gustará dibujar pero tus
dibujos son bastante mamarrachientos. En cuanto a la primera, le pareció más
respetable pero igualmente desechable por otras razones: no podés ocuparte de
un marido e hijos y a la vez ser cirujana, mejor estudiá química y te buscás un
trabajo de medio día.

Mi paso por la Facultad de Ciencias Exactas fue breve.
El primer mes dejé caer una gota de bromo de una probeta sobre el dorso de la
mano derecha que me dejó una cicatriz que aun tengo. En el tercer mes, dos días
después de un parcial, me llamó el jefe de trabajos prácticos a su oficina: “Se
sacó la mejor nota, Molloy, pero usted no está contenta aquí, me dijo”. “Además
la veo siempre con un libro a cuestas, ¿qué está leyendo ahora?” “El rojo y el negro”, aventuré turbada. “A
mí me gusta más La cartuja de Parma”,
me contestó. Y luego: “¿Por qué no se va, Molloy?” Pensé: me está dando permiso
para irme. Pensé: a este hombre le pasó algo parecido pero no le dieron
permiso. Pensé: quiero explicarle por qué me gusta más El rojo y el negro. Pero solo atiné a darle las gracias y a salir
del despacho.

En el camino de vuelta a casa me invadió el miedo: qué
iban a decir mis padres. Ante mi sorpresa no se inmutaron y aceptaron el
consejo del jefe de trabajos prácticos a quien agradezco mentalmente hasta el
día de hoy. Se llamaba Héctor Pozzi. A la semana quedó claro que estudiaría
literatura. No miré nunca para atrás.

De vez en cuando miro la cicatriz que me dejó en la
mano derecha la gota de bromo. Casi un trofeo de guerra.






































Molloy, Sylvia. Citas de lectura. Buenos Aires:
Ampersand, 2017, pp. 27 a 32.

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